Solo una idea, esa a la que me lleva, quien la pronuncia
con la sabiduría de quien domina fuertemente una certeza.
Algo parecido a esto -creo- nos dice el
sabio; “Lo que todavía no entienden muchos, es de que forma o como, desde esta
tierra tan lejana para ellos, se ejercita la verdadera democracia. Es aquí que se da la
diversidad y es en ella, que se posicionan las pasiones y las razones de toda
índole para entrar en equilibrio o deshacerse, y en ese devenir, se convive
hoy”.
La tierra lejana misturó a la fuerza –a sangre
y fuego- al extranjero y al nativo con su espíritu. Desde allí se recoge una
fresca humanidad. Esa que identifica el aroma de todas las cosas. Desde ese
lugar se sitúa la historia viviente de la mujer que acaricia las manos de un
niño y habla ejercitando “la prudencia”. La virtud.
Desde allí, el niño crece entre lo sublime
y el dolor, entre la encrucijada que va descolorando el destino incierto y la
curiosidad que gasta toda inquietud. Crece en la forma desconocida del amor que
huele a Esperanza y en la opacidad que trae la angustia. Crece en ese misterio
que sobrepasa la voluntad del deseo y se transforma en el ser que vive sembrado
de emociones, a tal punto de complejo que, su sensibilidad lo hace, nuevamente,
atarse a un ramillete de ilusiones.
El deseo al fin, que en el crepúsculo de un
día cualquiera, derrama su última lágrima para luego, traer el nacimiento.
De todos los fuegos...
Mi humilde homenaje a Eduardo Galeano
El hombre:
El hombre llegó a la
estación “terminal” del tren, vestido
con su
ropa más elegante y una valija de cuero muy pequeña. Sentía las
“sentaderas” adormecidas. Claro, luego, de dos días de viaje, no era para
menos. Su cuerpo había copiado la forma de los asientos de madera de los
vagones traccionados por la locomotora a vapor.
Corría por aquellos años los inicios de la década del sesenta. El tren
era uno de los vehículos de pasajeros más importantes que atravesaba gran parte
de nuestro territorio. El hombre venía
del nordeste, de la frontera entre Paraguay y Argentina. De Corrientes para ser
más preciso.
Su apariencia humilde no tenía que ver con lo que vestía ya que su ropa
estaba a medida y de buena confección, asimismo, relucían sus zapatos lustrosos.
Había en él, sí, un andar “campechano” que demostraba no ser “hijo de esta
ciudad”. Es más, parecía que tanto gentío lo abrumaba, en la ciudad de los
“hormighombres”. Él era un joven de apariencia feliz. De cierta elegancia, con
un rostro de facciones delicadas. Es decir, de labios carnosos y sonrisa
impecablemente pulcra. El cabello negro peinado hacia atrás bien prolijo, de
frente amplia y su mirada intensa, daban la impresión de franqueza. Sin muchos
preámbulos, bien directa. Con mandíbula, sutilmente, cuadrada, de nariz recta y
mediana y su color de piel canela, hablaban de lo agreste sin tosquedad. Pero
tal vez, lo distintivo, también, estaba
en su carácter. Dominaba en él, una cordialidad o gentileza que abrigaba a una
persona de bien, de confianza. Así llegó a la Santa María de los
Buenos Aires. A la estación Retiro de la Gran Urbe.
Sin embargo, a pesar de esas cualidades, la “ciudad” no lo recibió como
él hubiera querido. Inmediatamente, luego de haber bajado del tren, se acercó
un “avivado” y entre que no conocía y las palabras del “personaje” que
enseguida lo empezó a acosar, lo convenció de “soltar” el poco dinero que traía
para terminar su viaje desde tan lejos hasta la casa de su hermana. Lo que lo
dejó sin recursos para enfrentar la última etapa.
Cuando se dio cuenta que el “avivado” no iba a aparecer más con su
dinero, resolvió tomar un taxi hasta la dirección anotada. El chofer de taxi le
advirtió que lo llevaría pero que no le iba a devolver su equipaje sino
conseguía pagarle. Con esa condición, pudo llegar hasta la dirección que
permitiría reencontrarse con su hermana. Casada ella, nacida en Argentina, con
hijos.
Tuvo que esperar que uno de los hijos de su hermana -el mayor que aún
era pequeño, de unos diez o doce años- procurara el dinero para pagarle al
chofer, pidiéndolo prestado para recuperar su valija.
Por fin, mirando con admiración a su sobrino, terminó su viaje,
agregando:
-Hasta los chicos son “rápidos” aquí.
El niño lo recibió con mucha amabilidad y le informó que sus padres
vendrían más tarde porque estaban trabajando y después “ellos”, devolverían la
“plata” prestada.
Yo soy el hermano menor de ese niño que había recibido a un tío a quien
miraba con cierta admiración y sorpresa, ya que su voz sonaba distinta con esa
tonada. Había una pronunciación de las palabras con la elle remarcada que
llamaba mi atención. Se que, posteriormente, al abandonar la ciudad fue la
última vez que lo vimos todos. Incluye eso a mi madre ya que ella, que es su
hermana, nunca supo con certeza hasta hoy como “desapareció”.
Mi tío hacía pocos años que había terminado el servicio militar. De
nacionalidad paraguayo, tenía alrededor de veintiuno, cuando llegó a nuestra
casa. Con mucho orgullo, el hacer el servicio militar “habilitaba” a los
varones a “recibirse de hombres” pues la conscripción obligatoria en el
Paraguay es de dos años y la incorporación de reclutas, a los dieciséis. Pero
también, ese orgullo estaba fundado en “ser útil a la patria” y el ser apto
para entrar de conscripto, implicaba ser fuerte, sano y de talla aceptable,
Cuando cumplía con el “servicio”, conoció a muchos compañeros que estaban en
contra del régimen gobernante, “plagado” de corrupción, de injusticia. Algunos
de estos compañeros estaban bien adoctrinados y dispuestos a “acompañar”al
cambio. De allí, tal vez, haya nacido ese ideal que lo guió –supongo- hasta la
muerte.
La “colimba paraguaya” es muy distinta a la de acá. Como siempre, el de
“rango superior” comete todo tipo de abusos contra su “subordinado” pero con el
agravante de que pueden golpearlo, incluso someter a todo tipo de torturas sin
que haya posibilidad de “reclamo por derecho”. Aquí sucedía pero en menor
grado, allá es “cosa común” desde siempre.
En aquellos “sesenta y pico”, gobernaba el Paraguay desde hacía muchos
años ya, un general mercenario y asesino que fue el “promotor-vencedor” de una
guerra civil entre dos bandos que se identificaron como “liberales” y
“colorados”. Al frente de los “colorados” -el ejército más numeroso y mejor
provisto- estaba ese “general” sanguinario, quien pudo doblegar a sus enemigos
y adueñarse del poder, realizando luego, interminables persecuciones aún hasta
en las aldeas campesinas más alejadas. Esa sangrienta guerra civil se propagó
por todo el territorio del Paraguay y por supuesto, terminaron sufriendo los
inocentes, los débiles e indefensos; las mujeres y niños que tenían que huir de
sus casas hacia la Argentina
para no terminar muertos o vejados.
En una de esas aldeas campesinas “pegada”
a la frontera que establece solo el río Paraná, es donde nació mi tío. Es donde
nació su “voluntad de querer cambiar lo establecido”. Si bien, su educación
precaria y campesina no lo convertía en alguien “preparado para adoctrinar”, él
escuchaba a sus pares, con la convicción de quien podía sumar lealtad y coraje. Las palabras
que alimentaban su espíritu de combatir “al poder asesino que dirigía el país”, eran repetidas como para
intentar ser “la columna de una conciencia colectiva”.
Los “voluntarios” se multiplicaron en alrededor de cien, se prepararon
para partir. Él, con algún conocimiento en armas por su servicio militar
cumplido recientemente, creyó que podía aportar algo al grupo.
Partieron en un barco desde el puerto de Buenos Aires y al llegar a la
zona fronteriza, donde iban –supuestamente- a ser “bien pertrechados”, nunca se
supo con certeza que es lo que pasó. Solo hay una versión que se propagó de
boca en boca, mucho tiempo después de lo
que, quizás, aconteció.
El ejército “colorado” solo tuvo que esperar la llegada del barco lleno
de “voluntarios irregulares” que ni armados estaban y a los cuales,
exterminaron sin misericordia alguna. El barco quedó sin sobrevivientes y,
posiblemente, hundido.
Los cuerpos nunca fueron entregados y tal vez, haya sido asesinado.
Muerta su nobleza, su lealtad y coraje.
Raimundo Benítez –para nosotros “Mundo”- así se llamaba quien, como una
paradoja irrepetible, es aún hoy, un “desaparecido”.
Mis abuelos lo habían bautizado como “el
hijo del mundo”.
porque está llena de alegría
reluce la inmaculada esperanza,
cruza el puente del mundo
para llegar convertida en hijo,
la madre tierra lo acuna,
hace crecer su inocencia
y cuando cobra sentido la vida
puesto que “el secreto está en
creer”,
“el hombre” con su inconsciencia
en un suspiro lo apaga.
Desde aquella dirección que se ilumina
con tu presencia voy trazando el camino del regreso.
Quien fue “el guía” a través del tiempo tiene garantizado el resplandor
que espanta la misma oscuridad.
La tierra hollada es la cuna en que a mis pies le crecen sus raíces y
esforzado trabajo es dejar una huella hacia adelante.
Traspaso mi fulgor a otra criatura viviente para no equivocarme pues
tengo que evitar desandar los mismos senderos.
Perezcuper
(Extraído del libro “Tratado del viento”,
páginas 105 a
108)
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