
Es un andar de la pluma sobre el camino de
colores y sombras, de hedores, aromas y perfumes, de gustos sutiles o con
carácter, de ruidos, o de sonoridades y melodías, de superficies que raspan o
suavizan, de miradas que penetran para
hacernos degustar la crudeza de lo descarnado, o la curiosa y sugestiva manera
de entrelazar lo enigmático con el asombro, de llevarnos hacia la inocencia o
de pergeñar lo diabólico, de contemplar como un visionario, lo venturoso del
futuro, o como, el barro del presente se va elaborando en lo acaecido.

Es a partir de “ella” que, cuando se
pronuncia, nos encontramos con “la palabra viva”, o con aquella que ya está escrita -¿esa será,
“la palabra muerta?”- es decir, con una u otra, o las dos; la que nos produce el
intercambio de emociones.
Es a partir de “ella”, “la palabra” que me
voy cultivando para no desistir más de vibrar, aun, teniendo tantas limitaciones.
El sonido de los fonemas, la “textura” de
“ellas” que nos va moldeando lo descripto, la nota musical de un matiz que resalta
un pequeño sentimiento, la transformación del color en la voz o en cualquier
melodía, una perspectiva de los significados, aquello de la “métrica” para
restablecer en lo visual y lo sonoro, o como se contempla al observador en un texto,
la posibilidad de situarse en “algo creado” para que intervengan todos los
demás sentidos. Así, la palabra.
Palabras y más, un edificio de situaciones
que se teje con una trama insalvable en la cotidiana aventura de los días, esa
narrativa de la “vieja” costumbre de palpitar en el aire.
Palabras para ajusticiar las conciencias
que se manifiestan en actitudes maliciosas, o aquellas capaces de engendrar esa
energía que transforman todo.
Palabras de vida cuando el rumor de nuestra
emotividad surge hecho un suspiro de plenitud, o en nuestros temores, cuando
aparece la mueca del llanto.
Palabras de las palabras (o de las “braspala”),
cuando se ofrece la oración para multiplicarnos en significantes.

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