Yo soy la madre:
Cuando “la tela del alma” se siente inmaculada.
Cuando el “andar” sobre los días no tiene vestigios de una realidad
tajante.
Cuando en nuestro cuerpo todavía reluce la ilusión con que se viste la
ingenuidad, ese, es el tiempo en que la mirada copia “el paisaje ideal”.
Tal vez, solo de mi vida adolescente.
Sí, de ese estado de adolescencia.
De mi pantalón rosa que se ajusta tan bien a mi figura. De la sonrisa
que quiero que viaje por el aire para endulzar la mañana. Del intento cotidiano
–en el pasado- de robarle una mirada al chico de ojos melancólicos que vive a
la vuelta de la esquina. De mi tiempo
dedicado al espejo y su secreto. De ser hija, que es maravilloso pero también,
cómodo y egoísta. De crecer hasta ahí, no más ¿para que? (jajaja). De ser
irresponsable y caprichosa. De sentir que puedo adueñarme de mi –de vez en
cuando- para “atropellar” la vida. De probar, como son las armas para seducir.
De que lo femenino está latente, a flor de piel. De eso estoy hablando y de
mucho más, porque me “rebalsan” las palabras.
Hoy, pido disculpas pero me empuja una conducta irreverente. Le quiero
perder el respeto a lo debido. Necesito ser ese alguien que cuenta su propia
historia y de esa manera –según me
dicen- me transformo en una “combatiente”.
No es mi intención la de recrear mi adolescencia para hacer un ejercicio
de nostalgia. Pero tal vez, sea ese el tiempo en que todos mis sentidos estaban
en su máximo esplendor. En que podía
“ampliar” o “ajustar” la sintonía de mi sensibilidad y no me daba
cuenta. Ese, es el tiempo en que el “carisma seduce pero lo importante es
sentir la amistad”. Es, también, el tiempo del colegio, “donde prevalece tanto
lo colectivo como lo particular”.
Por supuesto, nada nuevo estoy diciendo pero tampoco, está todo dicho.
Porque, posiblemente, al ser cada uno
particularisimo, tengamos cosas distintas y –tal vez- asombrosas, para resaltar. Ese -el de la
adolescencia, quizás- sea el tiempo en que crece fuerte nuestra afectividad
aunque no sepamos dimensionarla. Afectividad hacia nuestra familia o al que
queremos, sea esa la persona que
intentamos acercarnos por atracción. Sea una amistad.
Y ¿que hay de nuestros corazones?
Alguna vez, mi corazón adolescente, se “escapó” de mi cuerpo para
demostrarme, en definitiva, que nunca
esta “ausente” de nuestros actos y de las circunstancias. Que hasta puede
delatarme con su batir tan fuerte. Él puede emitir vibraciones que responden
tanto a lo sublime como a la “bronca” y así, nadie dirá que solo es una
cuestión de la mente”.
-¡¡ Protesto!! Siempre tengo en cuenta lo
sanguíneo. Es de allí que se crea mi sentir intenso y apasionado.
Existen variadas razones por la
que uno quiere exponerse ante los demás. Más de uno pensará en que solo hay
intención de alimentar vanidades pero tengan en cuenta también, que una
historia puede traer algún entendimiento de lo que acontece y entonces, tiene
algún valor.
Es a esta “altura” de lo enunciado, que se estarán haciendo Ustedes, la
misma pregunta.
-¿Porqué hablar tanto de la adolescencia?
Es que significa para mi un encuentro que
me marcó para lo que iba a venir.
Les cuento:
Mi hermano menor se
accidentó. Una fractura en la pierna nos obligó a movilizarnos con cierta urgencia hasta el
Hospital de Niños. Al estar convaleciente él, quedó internado y mamá y yo, nos
turnábamos para cuidarlo.
Por supuesto, no podía abstraerme de lo que pasaba allí. Ver niños
enfermos es de las peores imágenes que la realidad puede traernos. Mi mente
adolescente fue “shoqueada”. Aquí “ataca” la realidad más cruda. Sí algo puede
lastimarme, volverme demasiado vulnerable y despertar mi sentido solidario, fue
aquello y lo hizo con una profundidad tal, que marcó un cambio interno para
siempre en mí.
La protagonista principal fue una niña pequeña discapacitada que se
movía en silla de ruedas y que fue abandonada por sus padres. Se le podía leer
en cada gesto el desamparo, la orfandad, la necesidad de ternura. La niña, por
su propio fulgor, fue iluminando aquella parte de mí, que aún estaba oculta.
Ella no comía y su estado de deterioro era continuo. Sin embargo, creyendo que
podía aportarle algo, lustré mi mejor sonrisa, me acerqué y la respuesta fue
inmediata. El rostro de la niña enseguida copió mi rostro y su abrazo me hizo
temblar. Mis primeras lágrimas me inundaron por dentro. Su primer abrazo creó,
la fuente de luz que da más brillo a mis ojos. Ahí estaba yo abrazada a una
niña, que la vida solo le dejaba la ínfima posibilidad de luchar para subsistir
pero sin “armas”, sin siquiera poder atarse a la ternura de alguien que tanto
le hacia falta en esos cruciales momentos. Y yo, con la certeza de que la
ayudaría pero, circunstancialmente. Se fue recuperando y las sonrisas eran
parte de todo su cuerpito.
Al poco tiempo, cuando le dieron el alta a mi hermano, me “despegué” de
ella. Lo digo así, de esta forma tan liviana pero yo la sentí como si me
hubiese “pertenecido” y alejarme fue, mi primer desgarro profundo.
La niña-mujer, plena de vida, profundo suspira
para liberar la garganta que se le “anuda” y la sofoca.
Muchos días, se ocupó de pensar en el “angelito”
que la hizo temblar en el hospital,
cuerpito frágil-sonrisa fácil, sin encontrar solución.
Allí, dentro suyo, se mueve con vida propia
la “huella fosforescente” que la cambió.
Parece que la vida ya no es tan fácil,
aún con esta mirada adolescente, con todo lo que me queda por vivir. Sin
embargo, “la vida sigue igual” dice mi ídolo Sandro de América.
Crecer bien querida además me dio el privilegio de elegir. Estudiar,
prepararme para lo que siento como vocación. Ejercer mi vocación, divertirme,
elegir a mi marido amado y proyectar. Eso incluía tener hijos y están aquí
conmigo.
Cuando nació mi hija Valencia y supe que, definitivamente, ella es
distinta a todos nosotros con respecto a sus facultades para realizar lo que
nosotros podemos hacer, enseguida, lo asocié con la niña que me encontré en
aquel hospital, cuando era adolescente. También, supuse un castigo infinito
hacia mi persona. Como que la mirada de Dios congeló aquella escena en el
pasado para después convertirla en una realidad para mi vida.
Busque consolarme en las palabras de poetas desgarrados por el
sufrimiento y la zozobra, por creer que una mente más lucida podía tener
respuestas. Revisar cada instante es mi consigna desde que nació. Desenmascarar
en lo profundo el desencuentro de mis emociones. Entrar en las contradicciones
de aceptar o no a mi propia hija en estas condiciones. Superar el dolor que
implica por siempre, llevar “el estigma de la culpa”.
El renegar tantísimas veces de la vida que me toca y volver a intentar
superarlo. Sí, sentir que alguien te lastima con la mirada despectiva o con
aquella misericordiosa.
“Descarnarme” para que solo mi espíritu luche y al hacerlo se
fortalezca. Así, comprender la vida, tal vez, signifique que el dolor está en
ella como todo lo demás…existe todavía en mí, la llaga que no termina de
curarse.
Se sumaron incontables días de llanto y en mis oraciones a Dios, incluía
siempre, la pregunta de ¿porqué a mi?
No hay ninguna respuesta. “La vida es la vida”. Darle cabida a un ser
omnipotente es una cuestión de fe y esa fe no claudica conmigo. Creo en Dios.
Pero es una cuestión Divina, tal vez y solo es mí parecer, que sepamos apreciar
la vida. No solo para una madre, sino todos, sin distinción de género, aquellos
que deseamos engendrar vida, que quisimos o quisiéramos tener hijos, sabemos
que vivir ese momento del nacimiento de nuestros hijos nos entrega una alegría,
un regocijo indescriptible. Quizás, el punto “más alto” en que se desarrolla
nuestra afectividad. El instante en que se hace tan “amplia” nuestra capacidad de querer.
Entonces, observar a mi hija todos los días aunque muchas veces estuve a
punto de zozobrar, tiene el “plus”de hacerme conocer su esplendor, gozar con
ella cuando intenta contagiarme su
alegría. Observar momentos de cómo se instala en ella esas “ganas” de vivir y
que a la vez me alimenta.
Recién, después de todo eso, reivindicar a la “madre”, reinventarla. La
madre es esa columna firme que no tambalea con el viento de las más tortuosas
pesadillas ni en las tormentas en que se quiebran hasta las estructuras más
fuertes. La madre es el “anclaje” que supera el vendaval.
-Insinuarme que estás pronunciando, aunque
sea en tus pensamientos, esa palabra milagrosa, “mamá”, me derrite. Besarte
desde esta mañana sintiendo tu piel suave, tu carita fláccida, tu olor a bebe.
Mi brazo que te rodea, te protege, te moldea, te abraza y te acaricia, mis
manos que te visten y te desvisten, mi brazo que se alarga, que te levanta. Mi
brazo que te sostiene contra mi cuerpo
porque así, nuevamente, nos hacemos transparentes, nos fundimos, nos
traspasamos, nos pertenecemos, nos alentamos.
La madre soy yo. La persona que “siente” a su hija. La que descubre en
mí, el porque. Allí, en lo profundo, se “resuelve”. ¿Quién más? sino “ella” y
yo, pueden elaborar con tanto empeño cada instante de ternura ¿Quién más?
podría ser sino “ella”y yo, quienes tengamos esta posibilidad de sentir la vida
en una dimensión superlativa... ¿quien más?
Esa es la madre y la niña y… es “la negra”.
-¿Quién es la “negra”? ¿Acaso la masa de
carne inerte que tiene rostro pero sin ninguna expresión?
“La negra” vibra, tiene música propia y es un ínfimo movimiento el que
emite un sonido con sutileza…”la negra” es la canción de cuna que inventó mamá
para recrear sus más íntimos sentidos…“la negra” y mamá, una conjunción
indisoluble. “La negra” es la única razón y es la que abre su alma y solo
despierta para recibir ternura…“la negra” sonríe para premiarnos… y mi brazo de
mamá es tan fuerte como el acero y está, tan bien templado como el espíritu de
la “combatiente” más feroz.
A propósito de “combatiente”, el tomar una “tribuna” para contar lo que
uno siente es quizá, una posición de privilegio y no puedo dejar de
aprovecharlo. Desde aquí, escuchando mi propia voz intento algo más
pretencioso. Golpear como una luchadora donde más duele para no pasar
inadvertida. Desde mí adentro la palabra surge de lo vivido, de la descarnada
realidad. De la que más ofende.
Tengo una idea, de llamar Esperanza a aquellos que nos conmueven porque
actúan con una moral solidaria. ¿Sabemos que es eso? Eso es solo un luchador
arraigado con mirar al próximo y
tenderle una mano. Aquel que ayuda,
aquel que se vuelve imprescindible. Sin
ellos, no podríamos seguir adelante.
Pero siempre son tan pocos los que aportan. Los imprescindibles tienen o
tenemos que multiplicarnos. Para eso estoy aquí, perdiéndole respeto a lo
debido. Reclamando el derecho de ellos –nuestros hijos- de ser tratados como
personas con “capacidades diferentes”.
El ser solidarios no implica donar o aportar bienes sino también,
respetarlos. Respetarlos significa que deben tener su lugar. ¿Que vida es esta,
en que muy pocos de estos niños, reciben lo que necesitan? ¿Por que hacerles
sentir tanta indiferencia que, seguramente, los hiere aún más?”
Perezcuper (Extraído de "Tratado del
viento" páginas 45 a
49 )