Sebastian
Desde
que empecé a convivir con Margarita parecía -o así lo presentía yo- que la
relación con mis padres podría mejorar, aunque todavía no la conocían. Sin
embargo, hacía dos años que no iba casa y es, en ese tiempo que me entero de “lo
de mi hermano”. Me di cuenta que él, tenía una voz distinta al hablarme por
teléfono. Lo sentí triste o apenado por algo, y a la vez, ese tono de voz, me
daba la impresión de un mal presagio.
Apenas lo interrogué quiso minimizarlo,
lo que sea que le estaba sucediendo era
bastante grave.
Acumulé preocupaciones, pero la vida
continúa y estando tan lejos mucho no iba a poder hacer. Así, lo creí al
principio.
Al llamarlo más seguido fui indagándolo,
hasta que un día me lo dijo directamente:
-Estoy muy enfermo, sufro de esclerosis
múltiple.
Desde Alemania ¿como podría ayudarlo?
Margarita, al enterarse, se solidarizó
inmediatamente. Empezó a buscar información y tratamiento. Es por aquellos años
que todavía mucho no se sabía de una enfermedad neurológica bastante compleja. Por
eso, entre otras cosas, viajé de nuevo a casa cuando junté algunos días libres.
Tenía que ver a mi hermano y eso implicaba verlo en que estado estaba, como lo
estaban atendiendo, etc.
Cuando viajé a Buenos Aires me lo
encontré bien entero, solo con alguna falla en el habla, y algún problema
pequeño en su motricidad, la enfermedad no avanzaba tan rápido, le estaba dando
tiempo.
En esa oportunidad mis padres conocieron
a Margarita y estaban muy contentos con ella. Los veía bastante quebrantados por
lo de Sebastian, pero como siempre, muy unidos, lo que me hacía creer que se los
veía firmes. Sobre mi hermano, ellos me explicaron que iban a hacer todo lo que
era necesario para “sacarlo” de esto. Recurrieron a un especialista y estaba
bajo tratamiento.
Por esos días, Sebastian se quedaba solo,
se divorció de Marianela, su esposa. Ella lo abandonaba justo en el momento en
que él, más la necesitaba por su enfermedad, y por las dudas, también, Marianela
se llevaba a Silvia, la hija de ambos. Por supuesto, dentro de mí iba
circulando esa mala sangre que trae el desprecio hacia ella.
Entonces, no podía hacer otra cosa que
volver a Alemania y seguir con mi rutina. De todos modos, ubicado nuevamente en
“el país de los chucrut”, quise hacerme un estudio de médula para confirmar si
había compatibilidad con la de mi hermano y es, por lo que pedí, también, un
examen de la médula de él. Felizmente, éramos compatibles. Me cambió el ánimo
por esos días y alentaba muchas expectativas pues podría ayudarlo por si acaso
fuera necesario un trasplante de médula. Les comuniqué esto a mis padres,
jamás me contestaron nada al respecto.
Desde aquí, averigüé que existían
tratamientos que, tal vez, prolongarían la vida de Sebastian y que dichos tratamientos
se realizaban en clínicas especializadas. Fui a visitar una de ellas y hasta
conseguí información de cuanto y como se podía pagar un tratamiento para esta
enfermedad. Lo que sí, hacía obligatorio que mis padres, o uno de ellos, junto
con mi hermano, viajaran hasta aquí, y
de esa manera colaboraría económicamente para los gastos de traslado e
internación, ninguno me contestó.
Supe que lo trataban con corticoides, eso le cambió el metabolismo,
empezó a engordar y a empeorar, lo que traería como consecuencia que, su motricidad
se reduciría mucho. Sebastian tenía que luchar contra el reloj que se iba
devorando su vida y sus posibilidades.
Hablaba por teléfono con él y se notaban
los cambios en la voz, y lo difícil que se le volvía la pronunciación de las
palabras. Para colmo, en la desesperación, mis padres lo llevaron al Brasil en
busca de una especie de “pai de santo” que realizaba cirugías u operaciones, y que
no sé como fue el resultado de aquello, pero cuando al año siguiente, volví a
casa, lo vi que tenía una cicatriz importante en la cabeza. Verlo así, fue muy
doloroso. Estaba en silla de ruedas sin poder caminar y sus brazos y manos,
conservaban algún mínimo movimiento, muy primario.
Nos fuimos a la casa de Córdoba en la Villa (General Belgrano) y
allí, recuerdo que, a los pocos días yo tenía que volver para arreglar algún
asunto mío, fue cuando le pedí a papá que iba a llevar a Sebastian a Buenos
Aires y luego, nos encontraríamos todos en casa.
Por supuesto, mi padre no me autorizó.
Pero Sebastian si quería hacerlo, quería viajar y estar a solas con su hermano
aunque sea un día. Por lo que lo puse en el asiento del auto, acomodé la silla
de ruedas en el baúl y lo traje igual.
Pasamos el viaje riéndonos y al parar
para almorzar en un restaurante fue que hasta tomamos una copa de vino y
festejamos un día completo para nosotros. Parecía ¡tan feliz! en ese día.
Mi tiempo en Buenos Aires estaba acotado
y tenía que volver a Frankfurt. Otra vez, viajaría con la incertidumbre de no saber
que pasaría con Sebastian. Lo veía entre mis afectos más profundos y ahí,
estábamos pasando por una niñez con muy pocas alegrías, muy exigente de parte
de nuestros padres. No quería aceptar que él no iba a vivir mucho más. Se
estaba agotando su vida, y no podía estar cerca, no podría ayudarlo. Su mundo
se apagaría llevándose sus sueños y sus ilusiones, su sonrisa tan preciada, sus
lágrimas.
-Para cumplir con tu voluntad volví a
Buenos Aires, y luego, tenía que “derramar” tus cenizas en la casa de la Villa (General Belgrano), en
Córdoba. Allí, en el fondo, alrededor de ese árbol añoso que tantas veces nos
abrazó con su sombra en días inolvidables.
Es allí, donde se ve todo iluminado de
flores. Donde hoy, ellas crecen compartiendo tu cuerpo hecho cenizas que, se
“misturó” con la tierra que amas.
Octaedro
Agradecemos la colaboración de "latonta" por
su aporte de esta grabación con el enunciado del poema aquí nombrado y
transcripto, así, como la musicalización "de fondo".
En el mundo no hay seres anodinos.
Nuestros destinos son como la historia de los planetas.
Cada uno es singular y único,
No hay planetas que se le parezcan.
Aquel que fue amigo de vivir
suscitó el interés de los otros
precisamente por su amor al silencio.
Cada cual tiene su propio mundo secreto.
Con su propio mejor instante
y su propia hora terrible,
que nosotros desconocemos.
muere con él su primera nieve,
y el primer beso, y el primer combate…
Se lo lleva todo consigo.
Claro, quedan libros y puentes,
máquinas y telas pintadas;
bastante es lo queda detrás,
pero algo también se pierde.
Tal es la ley del juego despiadado.
No mueren hombres, sino mundos.
Los recordamos pecadores y terrenos.
Pero en el fondo, ¿qué sabemos de ellos?
¿Qué sabemos de nuestros hermanos, de nuestros amigos,
Sabiéndolo todo no sabemos nada.
La gente se va sin vuelta.
Sus mundos secretos no vuelven
y cada vez que pienso en esto
me dan ganas de dar un alarido…
Evgueni Alexandrovich Yevtushenko